Léon BLOY
Le Pal. Pamphlet 1885, Les éditions THOT, Vanves1979
Le Pal. Hebdomadaire. Tous les mercredis. Nºs 1 à 5, Éditions Obsidiane, Paris 2002
El hermafrodita prusiano: Albert Wolff
* Como en el Buscón, "la color": Ni gato ni perro de aquella color.
* * *
Es un gran giboso con la
cabeza enterrada entre los hombros, como un tumor entre dos excrecencias, de
sobra conocido por las gentes del bulevar; tiene el contoneo de un alemán
torpón, al que veinticinco años de vida parisina no han acabado de pulir, pinta
de maleante que suplica la patada en el culo con la misma imperiosidad que el
abismo llama al abismo.
Cuando se digna dirigir la palabra a alguien, la
oscilación dextral de su horrible cabezón origina respecto a la vértebra un
penoso ángulo de cuarenta y cinco grados que obliga al hombro a una elevación
ligeramente superior, dando la misma impresión, casi fantástica, que la jeta de un pez raya asomando por detrás de un
arrecife.
Pareciera entonces que toda la carcasa va a
desensamblarse como un mueble de cuatro perras vendido a plazos por Casa
Crépin. Dulce temor que pasa a ser esperanza cuando el monstruo recibe una
sacudida de esa histérica combinación del relincho y de la cloquera que hace
las veces en él de la virilidad de la verdadera risa.
Plantado sobre inmensas
piernas que se diría han pertenecido a otro y que parecen a cada paso querer
liberarse de la repugnante bolsa de basura que sólo a regañadientes siguen
manteniendo en pie, mantenido en equilibrio por simiescos apéndices laterales
que parecen estar implorando la tierra del Señor, la gente se pregunta a su
paso cómo es posible que un amor propio tontamente mal entendido siga
impidiéndole, a su edad, echarse a andar a cuatro patas por el asfalto sin
mayor miramiento.
Respecto
a la cara o, al menos, lo que hace las veces de cara, no sé con qué epítetos
podría expresarse la destructora sensación de asquerosidad. (…)
En realidad, tan vomitivo granuja es sobre todo
leproso. Y lleva en la cara (en la que tantas bofetadas han sonado) la infinita
purulencia de un alma cultivada en el albañal, tirando mucho más a la carroña
que al monstruo.
Wolf es el
monstruo puro, el monstruo esencial,
y no le hace falta que las úlceras le lloren para inspirar el horror. Ni
saliéndole champiñones azules en la cara le harían más espantoso. Es muy
posible, incluso, que mejorase…
El aspecto general
recuerda de inmediato, pero de manera indiscutible, al famoso hombre con cara de vaca que exhibieron
el año pasado, y cuya horrible efigie ha mancillado largo tiempo las fachadas.
Conozco un poeta empeñado en que había oído el hombre con cara de Walfca y no había manera de que diera su brazo a
torcer. Quizás veía todavía menos vivacidad espiritual en el ojo del plumífero.
Porque, quitando ese detalle, para él eran gemelos clavados.
La cara completamente
imberbe, como la de un anamita o la de un mono papión, tiene la color exacta (*) de
un enorme queso blanco en el que se hubiera batido durante tiempo el sólido
excremento de un trabajador.
La nariz, algo huesuda
como conviene a los gibosiacos, sin esbeltez ni aquilina curvatura, ligeramente
cerduna en la punta y sólidamente plantada, pero sin precisión plástica, evoca
vagamen- te el esbozo de un monumento religioso abandonado por salvajes víctimas
del desaliento en medio de una infértil llanura.
Arriba, unas cejas en
forma de cirros vuelan sobre una frente de tártaro, por encima de dos ojos
codiciosos, estirados y ojerosos de vieja pendona, convertida en alcahueta y
patrona enjalbega- da de un tugurio de tercera.
La boca es de una
bestialidad inenarrable, de guasa populachera, de monstruosa per versidad
conjeturable.
Es un rictus, una vagina,
una jeta, un chupadero, un hiato inmundo. No puede decirse qué…
* Como en el Buscón, "la color": Ni gato ni perro de aquella color.
* * *
Léon DAUDET, Fantômes et vivants
Muerte de Victor Hugo
Viví
de cerca tan ilustre desaparición pues permanecí una semana entera con su nieto
Georges, a quien una elevada y precoz distinción natural hacía abominar de la
intromisión política y oficial en el amargo dolor que sentía. Lo manifestaba
abiertamente. Orgulloso y bien parecido, objetivo por entonces de todas las
miradas, procuraba no salir de casa para hurtarse a la curiosidad de los
mirones. A Lockroy sólo le traía de cabeza algo que ha seguido pesando desde
entonces en todas sus comedias: llevarse bien con su comité electoral del
undécimo distrito. Recibía a las delegaciones con un semblante cómicamente
compungido, cuando era notorio lo que de verdad sentía por Victor Hugo. Con su
muerte, se le quitaba un peso de encima. Más de cien veces le oí suspirar con
alivio. Y es que un patriarca genial no deja de ser un mueble de mucho bulto en
una estancia que tiene sus rutinas, sus visitantes asiduos, y toda una caterva
de pedigüeños. Pero se imponía la comedia del dolor de cara a las urnas de las
elecciones próximas. Por eso Lockroy, que se mondaba de risa y de cínica
satisfacción en su reducido despacho, con el sempiterno puro en los labios, se
convertía en un abrir y cerrar de ojos en fuente pública de agua potable en
llegando una visita. Es como si lo tuviera delante, con los ojos saltones
rezumando agua, acompañando a la cámara mortuoria a sus correligionarios, como
Jules Claretie, y todos los Freycenet y los Floquet de entonces. Acto seguido,
con los delgados brazos cruzados encima de su hueca barriga, movía un lívido
semblante cariacontecido como quien ha perdido la razón de vivir. Sus
compinches le estrechaban ambas manos poniendo caras de no menor compunción y
le repetían con insistencia: "Va usted a caer enfermo. Salga un poco, tome
el aire, cuídese". Pero él respondía negativamente con la cabeza "no,
no", y llevaba los ojos al cielo poniendo por testigos del océano de
pesares que le abrumaban a sus secretarios Gustave Ollendorf, rizoso judío
rubio, y Payelle, modelo de los funcionarios, por entonces intachable. Entre
tanto, y siempre con la vista puesta en los anticlericales de su onceno
distrito, ya había denegado con insolencia la visita al cardenal arzobispo de
Paris a la vez que preparaba la apoteosis laica de la exposición del cuerpo
bajo el Arco del Triunfo, que habría de degenerar en mascarada. La
capitalización política de los cadáveres es una tradición republicana. Emilio
Zola, ardiendo en deseos de asociar su nombre a las repercusiones del evento
suscitado en torno a un lecho fúnebre, escribió a Georges Hugo una carta de una extraña insolencia en
la que resonaba su "yo" como toda una orquesta: «Quizá sepa usted algún día, señor mío, que hasta en presencia de su abuelo
he reivindicado los derechos de la crítica…» La cosa
acababa, cómo no, con «y el triunfo absoluto del genio literario.» Cuya
traducción libre es: «Ya se murió Victor Hugo.¡Viva Zola!» Victor Hugo solía
decir respecto a Zola: "No parará hasta que no describa con todo detalle
un orinal lleno." Deseo que había de verse colmado. La saga de los
Rougon-Macquart contempla mucho material de ese calibre. Los poetas,
encabezados por Mendès, hicieron manifiesta su intención de velar al Maestro de
todos ellos. Yo me encontraba allí… Jean Aicard, Émile Blémont, y algunos
otros, además del judío fanático Paul Arène, se sentaron en sillas o sillones
en torno a la cama donde reposaba para siempre el gran descubridor de ritmos y
figuras. Durante aproximadamente una hora, los discípulos permanecieron
alicaídos y mudos. En el transcurso de la hora siguiente fueron animándose. Y
es que cuando no se reza, cuando se cree que todo termina con el último suspiro
y el postrer latido del corazón, resulta difícil estarse mano sobre mano en
silencio ante semejante trance. La muerte sin la Iglesia carece de grandeza.
Tiene un ligero toque de trámite administrativo, de operación de aritmética
fisiológica, de resta carnal. Fulano vivía. Ya no vive. Uno menos. ¿Quién es el
siguiente…? Mendès, que ya se había metido entre pecho y espalda unas cuantas
copas o vermuts, muy bajito pero con concentración, se arrancó con historias de
brujería. Muertos súbitamente vueltos a la vida y que hablaban, mensajes de
ultratumba: "…Y lo curioso es que la misma mujer con el mismo vestido
blanco, se pareció a Richard Wagner años después, con el mismo retrato en la
mano… También pudo verla Villiers de l'Isle-Adam… ¿A que resulta absolutamente
asombroso? Émile Blémont prestaba oídos llorando. Aicard, cada véz más
atormentado y fatalista, se miraba a la vez que miraba a Victo Hugo, y
comparaba. En ese momento entró Leopoldo Hugo, acompañado por Lockroy que había
vuelto a adoptar un semblante fúnebre y movía la cabeza con convicción.
Leopoldo, con su amplia frente y sus grandes ojos, se parecía a su
"querido tío" de teinta años antes. Llevaba en la mano un caballete,
un lienzo y una caja de pinturas. Avisó que iba a retratar al difunto.
"Desgraciadamente, señores, añadió en tono apenado, no tengo oro de
iluminar, así que dejaré el laurel en blanco." Se situó al pie de la cama,
frente al rostro de Victor Hugo, y empezó a dibujarle el perfil
meticulosamente. Pese a, o mejor dicho, precisamente por hallarse en esta
circunstancia, todos los presentes fueron víctimas de una incontenible
hilaridad. Quien se mordía los labios, otros se sujetaban las manos, había
quien se pellizcaba las piernas, algunos se cogían la cabeza con las manos como
con dolor de muelas. Con toda tranquilidad y ajeno a todo, Leopoldo continuaba
a lo suyo. Algo espantoso iba saliendo del lienzo, una especie de Julio César
amojamado, que no tenía nada que ver con el "querido tío". Lockroy,
con las manos en los bolsos, contemplaba irónicamente tan absurda obra de arte.
La resistencia de los diafragmas tenía un límite. Los poetas se levantaron y
fueron saliendo uno a uno a la escalera, dejando al artista superinspirado a
solas con su modelo.
"¿Bueno, qué, tomamos
algo?" propuso Mendès. Y añadió con aire misterioso: "El bar de
enfrente sigue abierto a pesar de la hora que es y no he podido ver ni clientes
ni camareros. ¡Que cosa más rara!"
Tal prodigio, omitido por
Virgilio de entre los que anuncian de la muerte de los héroes, acabó
conquistando la voluntad de Paul Arène, noctámbulo y sediento convicto. Los
demás se dejaron llevar. Llegaron al café, que ya no existe, porque toda
aquella parte de la Avenida Eylau está llena de lujosos palacetes. Y en aquel
momento se echaron a reir a mandíbula batiente. Aicard y Mendès se
desternillaban delante de un espejo, colocándose la cabellera como dos pupilas
de casa de citas tras despedirse del cliente: "Hay querida, lo que nos
hemos podido reir…" El dueño, restregándose los ojos, llevó las
consumiciones. Al alba, atraída por vasos y botellas, hizo su entrada una
mosca. Mendès cada vez más fascinado pretendía que se trataba de una abeja, con
toda probabilidad el alma de Victor Hugo que volvía con sus hijos espirituales.
Aun siniestra y patéticamente cocido, lívido y maloliente, se empeñaba en
declamar fragmentos de Castigos y La leyenda de los siglos.
Al leer a los dos días en los
papeles el relato de esta noche macabra, convertida por la pluma de
informadores inspirados, en una especie de libación platónica, comprendí el
alcance de la mentira impresa en la sociedad contem- poránea. Las dos noches
siguientes, la profanación sería aun peor en la plaza de la Estrella. El túmulo
estaba bajo el Arco, escoltado por policías a caballo y por municipales. La
parte interior de un pilar se había reservado para la familia. Lockroy,
desplazando a los familiares directos, especialmente a Georges Hugo, recibía el
pésame trajeado y con corbata blanca, de diputados, senadores, concejales y
periodistas que se apretujaban en la estrecha escalera. Su gran preocupación
era que, el día del funeral y el traslado al Panteón, Vacquerie y Meurice no
estuviesen en un puesto de preeminencia u honor. De haber sido por él hubieran
ido con el grueso de la manifestación, confundidos en la multitud, porque no
podía verlos ni en pintura, luego he sabido por qué. Él quería, por encima de
todo, aparecer como maestro de ceremonias, gran organizador de un acto que
debería ser, según la mentalidad de los políticos, el modelo para el futuro de
una solemne pompa fúnebre laica. No hacían más que decir: "Al pueblo le
gustan las fiestas. La democracia tiene que darle buenas fiestas." Ésta,
al igual que las demás, degeneró en mascarada.
Ya no recuerdo quien era a la
sazón jefe de la policía. Para redactar estos recuerdos, no consulto
deliberada- mente la documentación de la época. No dejarían de falsear las
huellas de mi memoria. El caso es que, el tal jefe de la policía, desconcertado
sin duda por lo insólito de la ocasión, perdió la cabeza. La consigna de hacer
la vista gorda permitió que los apaches, que allí se habían dado cita,
celebrasen su repugnante saturnal con total impunidad. Pinaban el codo en
grupos, con sus desaliñadas compañeras, a pocos pasos del túmulo, bajo la
mirada benévola de los agentes de orden público. La hez de salones, de
círculos, de cabarets nocturnos, se había unido con la canalla del arroyo.
Damas y caballeros confraternizaban con los amigotes y las coimas, se pasaban
botellas, cantaban juntos canciones obscenas, reñían, hipaban, se abrazaban,
vomitaban. Así debía ser la fraternidad de las grandes veladas revolucionarias.
Los admiradores de Victor Hugo, asqueados, se habían retirado ante esta chusma,
que fue una vergüenza nacional. Y llegó el día del funeral. Hacía un día tibio
y despejado. Antes del levantamiento del cadáver hubo una primera serie de
discursos. Charles Floquet, cabeza curialesca imitando al mismo tiempo a
Mirabeau y a Robespierre, se arrellanó pretenciosamente en la improvisada
tribuna. Su vacía perorata empezaba así: "Bajo esta bóveda
constelada…a" El muy cretino alargaba el timbre de la a de manera declamatoria. Lockroy recordó para la ocasión la
fórmula de Gambetta: "Floquet es un ganso con una pluma de pavo real
plantada en el culo." El único decente fue Augier, muy "burgués a lo
grande", con pose altiva, exclamando con voz tonante: "Esto no es un
(ya no me acuerdo qué exactamente…), es una consagración." Y a
continuación la banda de la Guardia Republicana empezó la marcha de Chopin, que
es la menos hermosa y más teatral de todas las composiciones sinfónicas del
género. Despacio, detrás del féretro de los pobres que orgullosamente había
reclamado para sí el poeta millonario, la inmensa manifestación se puso en
marcha. Georges Hugo, avanzaba sólo encabezando el cortejo. Detrás, mezclados,
amigos y conocidos de la familia, entre los que me hallaba yo, altas
personalidades del régimen, ministros en ejercicio, poetas, escritores,
periodistas, etc… Cerrando la manifestación, desfilaban las asociaciones. Las
había barrocas, desplegando estandartes con inscripciones grotescas,
especialmente las masónicas, representantes de grupos librepensadores de ciudad
y de barrio. Victor Hugo, fiel a la fórmula grandilocuente de su testamento
espiritual, "rechazaba la oración de las iglesias, pero pedía una plegaria
a las almas." Particularmente una, la de los Beni Jama Sin Parar, que era la primera vez que salía, cosechó un
considerable éxito de hilaridad.
Además de las aceras atestadas
de gente, las ventanas estaban, a lo largo de todo el recorrido, llenas de
varias filas de espectadores. Hasta en los tejados había gente. Se señalaba a
los conocidos: Naquet, semejante a una araña de retrete, archigiboso y peludo,
andando de lado, colgando del brazo de su fiel Lockroy; Pelletan tonto de baba,
ocre y mugriento enfundado en su negra levita raída. Claretie con la napia a
media asta, y muchos más… La turba de los parlamentarios se distinguía por el
fajín sobre el pecho y por la insignia
que ellos llaman en bromas el "barómetro". Los académicos, algunos
con su traje verde, despertaban una curiosidad divertida, ya que el pueblo
llano se imagina que son más sabios que el resto de los mortales. También se
les confundía con los profesores de Facultad, con sus brillantes togas
amarillas, azules, rojas, como las cacatúas. Creo que Alphonse Daudet, que iba
en la manifestación donde le correspondía, tuvo aquel día una primera visión
del Inmortal. Zola había insistido en acompañar a su última morada al jefe del
romanticismo, en su calidad de jefe del naturalismo, y postulaba parabienes,
entre los grupos, para su carta a Georges Hugo: "Me parefió que debía
haferlo, no le parefe que tengo rafón?"
En el Panteón volvieron los
discursos, más insignificantes todavía que los del Arco del triunfo, algunos,
estúpidos por completo. A continuación, a los compases del muy mediocre Himno a
Victor Hugo de Saint-Saëns que, afortunadamente para él, ha tenido mejores
momentos de inspiración, los restos mortales del poeta reposaron en su última
morada, después de tanto mareo. Una cripta fría, donde la gloria está
representada por el eco que el guarda no pierde ocasión de hacer admirar. Aquí
está el trastero de la inmortalidad republicana y revolucionaria. Hasta en
verano es gélida y la antorcha simbólica que una mano empuña, saliendo de la
tumba de Rousseau, parece una broma macabra, como si el autor de Las Confesiones no consiguiera calentar
al autor de Los Miserables.
Se acabó la ceremonia. Todo el
mundo estaba sediento. Fuimos a beber al Café de la Rotonda, en la Plaza del
observatoiro, mi padre, Zola, Goncourt, Céard y algunos más. Y allí
precisamente, el cronista de los Rougont-Macquart, después de un momento de
silencio, soltó esta frase edificante: "Menudo peso me he quitado de
encima. El viejo estaba ahí, estorbándome desde su casita del final de la
avenida. Ahora, se acabó. ¿No tenía usted, Daudet, una sensación parecida?"
Alphonse Daudet, sonriendo,
respondió que no, que él no tenía una sensación así.
"Ah, puef qué curiofo, ¡qué
curiofaf fon laf diferenfiaf de fenfafión!"
* * *
Paul LÉAUTAUD, Journal Littéraire. Histoire du journal. Pages retrouvées. Index.
Mercure de France, Paris 1987. Éd. de Marie DORMOY, pp. 18-22
Organizar la expedición a Fontenay me costó lo suyo.
Después de conversaciones, intercambios epistolares, mensajes, llamadas
telefónicas (no con Léautaud porque por entonces ¡el Mercure de France no tenía
teléfono!) fijamos la fecha de nuestra visita para el sábado 25 de junio, a las
dos y media. Al manifestarme su conformidad, Léautaud me había enviado una
lista de los manuscritos que aceptaría poner en venta si la operación de compra
del Diario no se cerraba.
Yo estaba convencida de que no
se cerraría. El Comité mundano que, contra mi parecer, había ofrecido la
presidencia a Jean Giraudoux, autor de mucho éxito, hombre de mundo, brillante
diplomático, en vez de ofrecérsela a Paul Valéry, que había tenido amistad y
mucho trato con Doucet de joven, y a quien había visitado asiduamente, hubiera
concedido quizá la totalidad del dinero disponible a un autor de éxito antes
que dedicársela a la obra de un escritor cuyo nombre era desconocido para
ellos, al igual que su seudónimo de Maurice Boissart, pese a su celebridad, ya
que ninguno había leído el Mercure de France, ni sabía siquiera que existiese. Pese a todo, yo
esperaba contra toda esperanza, y no me faltaba razón para llevar mi proyecto
con tenacidad a buen término. Acompañando a las tres Doucettes –que con tal
nombre se les conocía en Sainte Geneviève- altas, de buena sociedad, vestidas
por los más célebres modistos del momento, abrigaba la esperanza de que la
indigencia de Léautaud, que no podía pasárseles por alto en modo alguno,
provocaría en ellas un gesto de generosidad incrementando la insuficiente
asignación inicial. Para ellas suponía privarse de un vestido, de dos o tres
sombreros, de algún capricho. Yo, si en mi mano hubiera estado, lo habría hecho
de todo corazón.
Salimos en dos equipos. Yo, en
el coche de Jeanne Walter, Rosa Adler en el de Yolanda Friedmann. Nos perdimos
varias veces a pesar del muy detallado plano que Léautaud me hizo llegar. Casi
eran ya las tres cuando encontré la calle Guérard. Al no ser transitable en
coche, les dije que me esperasen en la calle Du Plessis-Piquet (hoy calle Boris
Vildé) y me adelanté al grupo subiendo sola la cuestecilla que me conduciría
hasta el Solitario.
La tal calle Guérard era
realmente una callejuela bordeada de verjas ahogadas por la yedra que aislaba
por completo las casas y la calle. Una vez arriba, oí la voz teatral de
Boissard diciendo con guasa: "¡Llegamos con adelanto!" Al darme la
vuelta, ví a Léautaud agarrado a la verja de su casa con las dos manos, como un
chimpancé. Sólo sobresalía la cabeza por encima del seto de yedra. Ya habíamos
llegado. Regresé a buscar a las Doucettes. Mientras tanto Léautaud abría de par
en par las puertas de la verja para darnos la bienvenida como es debido.
Actuaba con los ademanes desusados, con la gracia rancia aprendida antaño en la
Comedia Francesa, cuando asistía junto a su padre, en el cubículo del
apuntador, a las representaciones de obras de teatro de Dumas hijo o de Emilio
Augier.
Aquello no era un jardín, era
una verdadera selva virgen. El sendero entre la verja y la casa, apenas visible
entre el ramaje, bastaba apenas por su estrechez para dejarnos avanzar en fila
india. Los arbustos, sin podar, nos hacían agachar, los elegantes vestidos de
Patou o de Lanvin se prendían en las zarzas para disgusto de las visitantes. Ya
ante la puerta de la casa, Léautaud nervioso propuso "¿Quieren visitar el
jardín?" como si fuese el parque de un castillo de abolengo. Aceptamos en
el acto. Y bordeando el edificio penetramos en los matorrales.
En la parte opuesta a la calle,
por delante de las ventanas de la planta baja, había una terracita pavimentada
como para provocar esguinces. "No tengo sillas", digo Léautaud de
manera casi inaudible, intimidado por la elegancia, la soltura, la amabilidad
–al menos aparente- de las visitantes. "No importa, dijo de buen humor
Jeanne Walter, daremos un paseo." ¿Se puede pasear por la selva virgen? A
todo esto hay que añadir, en cada esquina, la presencia de algunos perros y
muchos gatos, dos o tres muy vistosos, el resto pelados, sarnosos, astrosos,
tendidos algunos por el suelo como si fueran a agonizar.
Después de extasiarnos ante la
tranquilidad y el aire puro en tal soledad, llegó el momento de discutir del
Diario. "¿Podríamos ver los manuscritos ?" me atreví a preguntar.
"Claro –dijo Léautaud, con un hilo de voz aun más tenue, pero en el
interior." Y entramos tras él.
Yo ya me hacía idea que la casa
de Léautaud no era lujosa ni siquiera confortable, pero dificilmente habría
podido imaginarme tal estado de indigencia. Me parecía penetrar en una de
aquellas miserables chabolas a las que iba acompañando a mi madre, Dama de la
Caridad, cuando me llevaba con ella. En las paredes, tiras de papel descolorido
dejaban ver escayola cuarteada. La madera estaba recubierta de una pintura
desescamada de color indefinible. Las puertas cerraban mal, o no cerraban.
Todas las ventanas tenían los marcos clavados para que no se cayesen. El suelo,
sin polvo, la verdad sea dicha, como si acabaran de pasarle la garlopa y,
dominándolo todo, un penetrante tufo a pis de gato.
Subí detrás de nuestro guía sin
atreverme demasiado a mirar a mis compañeras de visita. Todos los gatos y
perros nos seguían. A cada paso que dábamos, más fuerte se hacía el olor
felino. En el rellano del único piso, Léautaud nos franqueó una puerta,
inmediatamente después, otra que daba acceso a un cuarto que daba al jardín.
Nos rogó que pasáramos. El olor a gato era tan sofocante que las tres Doucettes
sacaron pitilleras de metal precioso y se pusieron a fumar con decisión.
Era un cuarto multiusos. Encima
de una mesa de madera que un día debió ser blanca había un hornillo sobre el
que se apilaban dos cazuelas abolladas y una bandeja esmaltada salpicada de
remaches. Contra la pared exterior, otra mesa más grande, ésta de roble, y
encima una lámpara Pigeon, un tintero,
papeles cubiertos de la fina escritura del amo de la casa, pero tapados
con hojas de periódico abiertas para evitar los arañazos de los gatos.
Coronándolo todo, algunas plumas de oca medio calvas. En medio de la habitación
había cuatro asientos distintos alrededor de un paquete de gran tamaño envuelto
con periódicos viejos. Mal envuelto, mal atado: el manuscrito del Diario.
Las Doucettes no daban crédito a
sus ojos. Tomaron asiento con cautela porque los vestidos de Patou y de Lanvin
corrían cada vez más peligro. Como yo alargara la mano para abrir el paquete,
Léautaud afirmó con voz brusca y crispada: "Bueno, yo no hago aquí nada.
Me voy." Y salió, melancólico, dolido, seguido de su séquito habitual de
perros y gatos.
Extraje del paquete unos legajos
ennegrecidos por la célebre escritura y se los pasé a las visitantes. La
escritura era tan diminuta y extendida que no podían leer nada, pero Jeanne
Walter se concentraba en una hoja. Para evitar que descifrase alguna
barbaridad, le dije en voz baja, pero con toda claridad: "Yo miro, pero no
leo." Inmediatamente me devolvió los papeles y levantó la sesión arguyendo
que una adquisición de tal importancia no podía discutirse tan precipitadamente.
Bajamos de nuevo al jardín y encontramos a Léautaud sentado en un viejo tronco.
Estaba pensativo, triste, indiferente. Al volver al aire libre se apagaron los
cigarros. Jeanne Wlater dijo muy educadamente a Léautaud alguna fórmula cortés
y evasiva. Él respondió regalándole, según la más auténtica tradición, unas
rosas salvajes que provocaron la admiración de las Doucettes, que veían en
ellas una posibilidad de entendimiento menos espinosa que la del Diario. Jeanne
Walter aceptó llevar a Léautaud a comprar provisiones para su zoológico en el
coche conmigo. Yo le notaba en un tal desamparo y desolación que, al llegar a
la Puerta de Orléans, nos bajamos del coche dejando a Jeanne Walter y le invité
a subir a mi piso. Mientras tanto, las Doucettes, para olvidar la miseria que
acababan de contemplar, para desprenderse de las tremendas visiones, del
espantoso olor, se fueron a Pons a tomar suculentos helados y a deleitarse con
sorbetes de los más raros sabores.
Una vez que estuvimos solos, el
Solitario volvió a ser el de siempre y la tormenta descargó sobre mí:
"Esto no tenía ni pies ni cabeza. Ya podía habérsete ocurrido algo mejor
que traer a mi casa a esas damiselas que no han leído ni una sola línea de mis
escritos." ¡Y tenía razón! "Así no hay manera de justipreciar un
manuscrito" Más razón todavía. "No quiero saber nada. Quiero que me
dejen en paz."
Intenté ser conciliadora.
Léautaud solo respondió un gruñido. Para levantarle la moral, le invité a una
taza de café. Poco a poco recobró su seguridad de siempre. A medida que
recuperaba su estado de ánimo, volvían los quejidos, los sarcasmos, las
chanzas. "¡Qué agradable recibir a esas tres damas que no conocía! Solo
tenía tres sillas y érais cuatro, así que pedí una a la vecina.- Para mí no
hacía falta, yo de pie, que para eso estaba haciendo los honores con el
Diario.- Menuda papeleta, cada vez que pienso que tuve que levantarme a las
seis de la mañana para hacer limpieza a fondo… -¿Limpieza a fondo? – Claro,
barrí la casa, limpié los caminos del jardín… Y todo eso me fastidia una
barbaridad!"
¡A saber qué hubiera sucedido si
no llega a hacer limpieza a fondo!
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