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vendredi 29 mai 2015

Baudelaire adorait la presse...

Il est impossible de parcourir une gazette quelconque, de n'importe quel jour ou quel mois ou quelle année, sans y trouver à chaque ligne les signes de la perversité humaine la plus épouvantable, en même temps que les vanteries les plus surprenantes de probité, de bonté, de charité, et les affirmations les plus effrontées, relatives au progrès et la civilisation.

Tout journal, de la première ligne à la dernière, n'est qu'un tissu d'horreur. Guerres, crimes, vols, impudicités, tortures, crimes des princes, crimes des nations, crimes des particuliers, une ivresse d'atrocité universelle.

Et c'est de ce dégoûtant apéritif que l'homme civilisé accompagne son repas chaque matin. Tout, en ce monde, sue le crime : le journal, la muraille et le visage de l'homme.

Baudelaire, Mon cœur mis à nu 

Et un petit clin d’œil à l'actualité : réaction d'un internaute face à la panthéonisation par fournées de quatre...


Panthéon : Malraux 1, Hollande 0
Totalement hors sujet.
L’avait envie de pousser sa complainte, et l’a trouvé l’endroit.
Bon, bah alors moi aussi, et merci de ton aide, et de ta tête de gondole, Camarade.

J’ai regardé une partie du discours du flan ventripotent, de l’entremets liquéfié qui nous sert de président, son « Ils voulaient une république moderne, une république ouverte, une république généreuse, une république exigeante, la tache n’est toujours pas finie, nous devons la mener jusqu’au bout... Réformer pour progresser.... Réformer pour transformer... Haine des francs-maçons, haine de la ligue des droits de l’homme.... 70 ans après ces haines reviennent... Toujours avec les mêmes mots et les mêmes intentions.... Elles frappent des innocents, des juifs, des journalistes, des policiers, et c’est pour conjurer cette résurgence funeste que les Français le 11 janvier se sont levés..... »
Le Lait Fermenté Normal découvre la Résistance, ou plutôt pense pouvoir la faire découvrir à une génération de semi-analphabètes à qui il pense pouvoir faire avaler son petit jeu de bonneteau.
En premier lieu, les Résistants de 1940 n’avaient rien à faire d’une France réformée pour « transformer », surtout si on parle du mariage homosexuel et de la réforme par le bas de l’Éducation Nationale.
J’en sais quelque chose, car mon père, cadre de la Résistance, déporté, et cadre de la gauche d’après guerre, aurait été toutes griffes dehors devant la mise en égalité du couple homme femme, qui constitue la base de la société humaine, et du couple homosexuel, qui n’incarne qu’une liberté particulière.
Il aurait été tout autant arc-bouté contre une réforme de l’éducation qui supprime le latin et le grec, et qui donne une obligation d’étude de l’Islam et un caractère facultatif à l’étude de l’église dans l’histoire de France. (Il était pourtant particulièrement pro-arabe, mais résolument attaché à ses racines chrétiennes.)

Le fils de Nicole Frédérique Marguerite Tribert, ( j’aime particulièrement les Néerlandais, et ça me fait mal au fondement chaque fois que je dis le nom de notre président de la république) n’en est pas à une outrecuidance près.
Après avoir repeint des Résistants de la France d’avant-guerre aux couleurs bouffonnes de la France d’après 68, il montre du doigt ceux qui pensent que la Franc-Maçonnerie est une pratique fort peu démocratique, et ceux qui pensent que la Ligue des Droits de l’Homme est partiale dans sa définition du droit ou de l’homme, en les rendant responsables du massacre de Cabu, de Wolinski, de Tignous, de Maris, et des autres....
Pourquoi s’est-il donc arrêté en si bon chemin ? Tant qu’à faire, ils sont aussi responsables des actes de Mohamed Merah, ou de Nemmouche...

Non, là, vraiment on peut se poser des questions.
Par exemple, est-ce que l’Espagne d’avant la guerre civile ressemblait à ça, quant à l’aveuglement de ses forces de gauche et de certains de ses intellectuels, en tout cas, son premier ministre s’appelait Manuel.

Bon, il est probable que non. L’Histoire ne se répétera pas.
Mais le sang et les larmes peuvent revêtir de multiples et diverses identités.
Rosarno. Enseignant répond à Abolition des revenus du capital --54

 

jeudi 28 mai 2015

Trois textes français traduits pour le plaisir...



Léon BLOY
Le Pal. Pamphlet 1885, Les éditions THOT, Vanves1979
Le Pal. Hebdomadaire. Tous les mercredis. Nºs 1 à 5, Éditions Obsidiane, Paris 2002
El hermafrodita prusiano: Albert Wolff 


            Es un gran giboso con la cabeza enterrada entre los hombros, como un tumor entre dos excrecencias, de sobra conocido por las gentes del bulevar; tiene el contoneo de un alemán torpón, al que veinticinco años de vida parisina no han acabado de pulir, pinta de maleante que suplica la patada en el culo con la misma imperiosidad que el abismo llama al abismo.

Cuando se digna dirigir la palabra a alguien, la oscilación dextral de su horrible cabezón origina respecto a la vértebra un penoso ángulo de cuarenta y cinco grados que obliga al hombro a una elevación ligeramente superior, dando la misma impresión, casi fantástica, que la  jeta de un pez raya asomando por detrás de un arrecife.

Pareciera entonces que toda la carcasa va a desensamblarse como un mueble de cuatro perras vendido a plazos por Casa Crépin. Dulce temor que pasa a ser esperanza cuando el monstruo recibe una sacudida de esa histérica combinación del relincho y de la cloquera que hace las veces en él de la virilidad de la verdadera risa.

            Plantado sobre inmensas piernas que se diría han pertenecido a otro y que parecen a cada paso querer liberarse de la repugnante bolsa de basura que sólo a regañadientes siguen manteniendo en pie, mantenido en equilibrio por simiescos apéndices laterales que parecen estar implorando la tierra del Señor, la gente se pregunta a su paso cómo es posible que un amor propio tontamente mal entendido siga impidiéndole, a su edad, echarse a andar a cuatro patas por el asfalto sin mayor miramiento.

            Respecto a la cara o, al menos, lo que hace las veces de cara, no sé con qué epítetos podría expresarse la destructora sensación de asquerosidad. (…)

En realidad, tan vomitivo granuja es sobre todo leproso. Y lleva en la cara (en la que tantas bofetadas han sonado) la infinita purulencia de un alma cultivada en el albañal, tirando mucho más a la carroña que al monstruo.

 Wolf es el monstruo puro, el monstruo esencial, y no le hace falta que las úlceras le lloren para inspirar el horror. Ni saliéndole champiñones azules en la cara le harían más espantoso. Es muy posible, incluso, que mejorase…

            El aspecto general recuerda de inmediato, pero de manera indiscutible, al famoso hombre con cara de vaca que exhibieron el año pasado, y cuya horrible efigie ha mancillado largo tiempo las fachadas. Conozco un poeta empeñado en que había oído el hombre con cara de Walfca y no había manera de que diera su brazo a torcer. Quizás veía todavía menos vivacidad espiritual en el ojo del plumífero. Porque, quitando ese detalle, para él eran gemelos clavados.

            La cara completamente imberbe, como la de un anamita o la de un mono papión, tiene la color exacta (*) de un enorme queso blanco en el que se hubiera batido durante tiempo el sólido excremento de un trabajador.

            La nariz, algo huesuda como conviene a los gibosiacos, sin esbeltez ni aquilina curvatura, ligeramente cerduna en la punta y sólidamente plantada, pero sin precisión plástica, evoca vagamen- te el esbozo de un monumento religioso abandonado por salvajes víctimas del desaliento en medio de una infértil llanura.

            Arriba, unas cejas en forma de cirros vuelan sobre una frente de tártaro, por encima de dos ojos codiciosos, estirados y ojerosos de vieja pendona, convertida en alcahueta y patrona enjalbega- da de un tugurio de tercera.

            La boca es de una bestialidad inenarrable, de guasa populachera, de monstruosa per versidad conjeturable.

            Es un rictus, una vagina, una jeta, un chupadero, un hiato inmundo. No puede decirse qué…


* Como en el Buscón, "la color": Ni gato ni perro de aquella color.

* * *

Léon DAUDET, Fantômes et vivants

Muerte de Victor Hugo                                                                                                                 

                Viví de cerca tan ilustre desaparición pues permanecí una semana entera con su nieto Georges, a quien una elevada y precoz distinción natural hacía abominar de la intromisión política y oficial en el amargo dolor que sentía. Lo manifestaba abiertamente. Orgulloso y bien parecido, objetivo por entonces de todas las miradas, procuraba no salir de casa para hurtarse a la curiosidad de los mirones. A Lockroy sólo le traía de cabeza algo que ha seguido pesando desde entonces en todas sus comedias: llevarse bien con su comité electoral del undécimo distrito. Recibía a las delegaciones con un semblante cómicamente compungido, cuando era notorio lo que de verdad sentía por Victor Hugo. Con su muerte, se le quitaba un peso de encima. Más de cien veces le oí suspirar con alivio. Y es que un patriarca genial no deja de ser un mueble de mucho bulto en una estancia que tiene sus rutinas, sus visitantes asiduos, y toda una caterva de pedigüeños. Pero se imponía la comedia del dolor de cara a las urnas de las elecciones próximas. Por eso Lockroy, que se mondaba de risa y de cínica satisfacción en su reducido despacho, con el sempiterno puro en los labios, se convertía en un abrir y cerrar de ojos en fuente pública de agua potable en llegando una visita. Es como si lo tuviera delante, con los ojos saltones rezumando agua, acompañando a la cámara mortuoria a sus correligionarios, como Jules Claretie, y todos los Freycenet y los Floquet de entonces. Acto seguido, con los delgados brazos cruzados encima de su hueca barriga, movía un lívido semblante cariacontecido como quien ha perdido la razón de vivir. Sus compinches le estrechaban ambas manos poniendo caras de no menor compunción y le repetían con insistencia: "Va usted a caer enfermo. Salga un poco, tome el aire, cuídese". Pero él respondía negativamente con la cabeza "no, no", y llevaba los ojos al cielo poniendo por testigos del océano de pesares que le abrumaban a sus secretarios Gustave Ollendorf, rizoso judío rubio, y Payelle, modelo de los funcionarios, por entonces intachable. Entre tanto, y siempre con la vista puesta en los anticlericales de su onceno distrito, ya había denegado con insolencia la visita al cardenal arzobispo de Paris a la vez que preparaba la apoteosis laica de la exposición del cuerpo bajo el Arco del Triunfo, que habría de degenerar en mascarada. La capitalización política de los cadáveres es una tradición republicana. Emilio Zola, ardiendo en deseos de asociar su nombre a las repercusiones del evento suscitado en torno a un lecho fúnebre, escribió a Georges  Hugo una carta de una extraña insolencia en la que resonaba su "yo" como toda una orquesta: «Quizá sepa usted algún día, señor mío, que hasta en presencia de su abuelo he reivindicado los derechos de la crítica…» La cosa acababa, cómo no, con «y el triunfo absoluto del genio literario.» Cuya traducción libre es: «Ya se murió Victor Hugo.¡Viva Zola!» Victor Hugo solía decir respecto a Zola: "No parará hasta que no describa con todo detalle un orinal lleno." Deseo que había de verse colmado. La saga de los Rougon-Macquart contempla mucho material de ese calibre. Los poetas, encabezados por Mendès, hicieron manifiesta su intención de velar al Maestro de todos ellos. Yo me encontraba allí… Jean Aicard, Émile Blémont, y algunos otros, además del judío fanático Paul Arène, se sentaron en sillas o sillones en torno a la cama donde reposaba para siempre el gran descubridor de ritmos y figuras. Durante aproximadamente una hora, los discípulos permanecieron alicaídos y mudos. En el transcurso de la hora siguiente fueron animándose. Y es que cuando no se reza, cuando se cree que todo termina con el último suspiro y el postrer latido del corazón, resulta difícil estarse mano sobre mano en silencio ante semejante trance. La muerte sin la Iglesia carece de grandeza. Tiene un ligero toque de trámite administrativo, de operación de aritmética fisiológica, de resta carnal. Fulano vivía. Ya no vive. Uno menos. ¿Quién es el siguiente…? Mendès, que ya se había metido entre pecho y espalda unas cuantas copas o vermuts, muy bajito pero con concentración, se arrancó con historias de brujería. Muertos súbitamente vueltos a la vida y que hablaban, mensajes de ultratumba: "…Y lo curioso es que la misma mujer con el mismo vestido blanco, se pareció a Richard Wagner años después, con el mismo retrato en la mano… También pudo verla Villiers de l'Isle-Adam… ¿A que resulta absolutamente asombroso? Émile Blémont prestaba oídos llorando. Aicard, cada véz más atormentado y fatalista, se miraba a la vez que miraba a Victo Hugo, y comparaba. En ese momento entró Leopoldo Hugo, acompañado por Lockroy que había vuelto a adoptar un semblante fúnebre y movía la cabeza con convicción. Leopoldo, con su amplia frente y sus grandes ojos, se parecía a su "querido tío" de teinta años antes. Llevaba en la mano un caballete, un lienzo y una caja de pinturas. Avisó que iba a retratar al difunto. "Desgraciadamente, señores, añadió en tono apenado, no tengo oro de iluminar, así que dejaré el laurel en blanco." Se situó al pie de la cama, frente al rostro de Victor Hugo, y empezó a dibujarle el perfil meticulosamente. Pese a, o mejor dicho, precisamente por hallarse en esta circunstancia, todos los presentes fueron víctimas de una incontenible hilaridad. Quien se mordía los labios, otros se sujetaban las manos, había quien se pellizcaba las piernas, algunos se cogían la cabeza con las manos como con dolor de muelas. Con toda tranquilidad y ajeno a todo, Leopoldo continuaba a lo suyo. Algo espantoso iba saliendo del lienzo, una especie de Julio César amojamado, que no tenía nada que ver con el "querido tío". Lockroy, con las manos en los bolsos, contemplaba irónicamente tan absurda obra de arte. La resistencia de los diafragmas tenía un límite. Los poetas se levantaron y fueron saliendo uno a uno a la escalera, dejando al artista superinspirado a solas con su modelo.

                "¿Bueno, qué, tomamos algo?" propuso Mendès. Y añadió con aire misterioso: "El bar de enfrente sigue abierto a pesar de la hora que es y no he podido ver ni clientes ni camareros. ¡Que cosa más rara!"

                Tal prodigio, omitido por Virgilio de entre los que anuncian de la muerte de los héroes, acabó conquistando la voluntad de Paul Arène, noctámbulo y sediento convicto. Los demás se dejaron llevar. Llegaron al café, que ya no existe, porque toda aquella parte de la Avenida Eylau está llena de lujosos palacetes. Y en aquel momento se echaron a reir a mandíbula batiente. Aicard y Mendès se desternillaban delante de un espejo, colocándose la cabellera como dos pupilas de casa de citas tras despedirse del cliente: "Hay querida, lo que nos hemos podido reir…" El dueño, restregándose los ojos, llevó las consumiciones. Al alba, atraída por vasos y botellas, hizo su entrada una mosca. Mendès cada vez más fascinado pretendía que se trataba de una abeja, con toda probabilidad el alma de Victor Hugo que volvía con sus hijos espirituales. Aun siniestra y patéticamente cocido, lívido y maloliente, se empeñaba en declamar fragmentos de Castigos y La leyenda de los siglos.

                Al leer a los dos días en los papeles el relato de esta noche macabra, convertida por la pluma de informadores inspirados, en una especie de libación platónica, comprendí el alcance de la mentira impresa en la sociedad contem- poránea. Las dos noches siguientes, la profanación sería aun peor en la plaza de la Estrella. El túmulo estaba bajo el Arco, escoltado por policías a caballo y por municipales. La parte interior de un pilar se había reservado para la familia. Lockroy, desplazando a los familiares directos, especialmente a Georges Hugo, recibía el pésame trajeado y con corbata blanca, de diputados, senadores, concejales y periodistas que se apretujaban en la estrecha escalera. Su gran preocupación era que, el día del funeral y el traslado al Panteón, Vacquerie y Meurice no estuviesen en un puesto de preeminencia u honor. De haber sido por él hubieran ido con el grueso de la manifestación, confundidos en la multitud, porque no podía verlos ni en pintura, luego he sabido por qué. Él quería, por encima de todo, aparecer como maestro de ceremonias, gran organizador de un acto que debería ser, según la mentalidad de los políticos, el modelo para el futuro de una solemne pompa fúnebre laica. No hacían más que decir: "Al pueblo le gustan las fiestas. La democracia tiene que darle buenas fiestas." Ésta, al igual que las demás, degeneró en mascarada.

                Ya no recuerdo quien era a la sazón jefe de la policía. Para redactar estos recuerdos, no consulto deliberada- mente la documentación de la época. No dejarían de falsear las huellas de mi memoria. El caso es que, el tal jefe de la policía, desconcertado sin duda por lo insólito de la ocasión, perdió la cabeza. La consigna de hacer la vista gorda permitió que los apaches, que allí se habían dado cita, celebrasen su repugnante saturnal con total impunidad. Pinaban el codo en grupos, con sus desaliñadas compañeras, a pocos pasos del túmulo, bajo la mirada benévola de los agentes de orden público. La hez de salones, de círculos, de cabarets nocturnos, se había unido con la canalla del arroyo. Damas y caballeros confraternizaban con los amigotes y las coimas, se pasaban botellas, cantaban juntos canciones obscenas, reñían, hipaban, se abrazaban, vomitaban. Así debía ser la fraternidad de las grandes veladas revolucionarias. Los admiradores de Victor Hugo, asqueados, se habían retirado ante esta chusma, que fue una vergüenza nacional. Y llegó el día del funeral. Hacía un día tibio y despejado. Antes del levantamiento del cadáver hubo una primera serie de discursos. Charles Floquet, cabeza curialesca imitando al mismo tiempo a Mirabeau y a Robespierre, se arrellanó pretenciosamente en la improvisada tribuna. Su vacía perorata empezaba así: "Bajo esta bóveda constelada…a" El muy cretino alargaba el timbre de la a de manera declamatoria. Lockroy recordó para la ocasión la fórmula de Gambetta: "Floquet es un ganso con una pluma de pavo real plantada en el culo." El único decente fue Augier, muy "burgués a lo grande", con pose altiva, exclamando con voz tonante: "Esto no es un (ya no me acuerdo qué exactamente…), es una consagración." Y a continuación la banda de la Guardia Republicana empezó la marcha de Chopin, que es la menos hermosa y más teatral de todas las composiciones sinfónicas del género. Despacio, detrás del féretro de los pobres que orgullosamente había reclamado para sí el poeta millonario, la inmensa manifestación se puso en marcha. Georges Hugo, avanzaba sólo encabezando el cortejo. Detrás, mezclados, amigos y conocidos de la familia, entre los que me hallaba yo, altas personalidades del régimen, ministros en ejercicio, poetas, escritores, periodistas, etc… Cerrando la manifestación, desfilaban las asociaciones. Las había barrocas, desplegando estandartes con inscripciones grotescas, especialmente las masónicas, representantes de grupos librepensadores de ciudad y de barrio. Victor Hugo, fiel a la fórmula grandilocuente de su testamento espiritual, "rechazaba la oración de las iglesias, pero pedía una plegaria a las almas." Particularmente una, la de los Beni Jama Sin Parar, que era la primera vez que salía, cosechó un considerable éxito de hilaridad.

                Además de las aceras atestadas de gente, las ventanas estaban, a lo largo de todo el recorrido, llenas de varias filas de espectadores. Hasta en los tejados había gente. Se señalaba a los conocidos: Naquet, semejante a una araña de retrete, archigiboso y peludo, andando de lado, colgando del brazo de su fiel Lockroy; Pelletan tonto de baba, ocre y mugriento enfundado en su negra levita raída. Claretie con la napia a media asta, y muchos más… La turba de los parlamentarios se distinguía por el fajín sobre el pecho y  por la insignia que ellos llaman en bromas el "barómetro". Los académicos, algunos con su traje verde, despertaban una curiosidad divertida, ya que el pueblo llano se imagina que son más sabios que el resto de los mortales. También se les confundía con los profesores de Facultad, con sus brillantes togas amarillas, azules, rojas, como las cacatúas. Creo que Alphonse Daudet, que iba en la manifestación donde le correspondía, tuvo aquel día una primera visión del Inmortal. Zola había insistido en acompañar a su última morada al jefe del romanticismo, en su calidad de jefe del naturalismo, y postulaba parabienes, entre los grupos, para su carta a Georges Hugo: "Me parefió que debía haferlo, no le parefe que tengo rafón?"

                En el Panteón volvieron los discursos, más insignificantes todavía que los del Arco del triunfo, algunos, estúpidos por completo. A continuación, a los compases del muy mediocre Himno a Victor Hugo de Saint-Saëns que, afortunadamente para él, ha tenido mejores momentos de inspiración, los restos mortales del poeta reposaron en su última morada, después de tanto mareo. Una cripta fría, donde la gloria está representada por el eco que el guarda no pierde ocasión de hacer admirar. Aquí está el trastero de la inmortalidad republicana y revolucionaria. Hasta en verano es gélida y la antorcha simbólica que una mano empuña, saliendo de la tumba de Rousseau, parece una broma macabra, como si el autor de Las Confesiones no consiguiera calentar al autor de Los Miserables.

                Se acabó la ceremonia. Todo el mundo estaba sediento. Fuimos a beber al Café de la Rotonda, en la Plaza del observatoiro, mi padre, Zola, Goncourt, Céard y algunos más. Y allí precisamente, el cronista de los Rougont-Macquart, después de un momento de silencio, soltó esta frase edificante: "Menudo peso me he quitado de encima. El viejo estaba ahí, estorbándome desde su casita del final de la avenida. Ahora, se acabó. ¿No tenía usted, Daudet, una sensación parecida?"

                Alphonse Daudet, sonriendo, respondió que no, que él no tenía una sensación así.

                "Ah, puef qué curiofo, ¡qué curiofaf fon laf diferenfiaf de fenfafión!"

* * *



Paul LÉAUTAUD, Journal Littéraire. Histoire du journal. Pages retrouvées. Index. Mercure de France, Paris 1987. Éd. de Marie DORMOY,  pp. 18-22



Organizar la expedición a Fontenay me costó lo suyo. Después de conversaciones, intercambios epistolares, mensajes, llamadas telefónicas (no con Léautaud porque por entonces ¡el Mercure de France no tenía teléfono!) fijamos la fecha de nuestra visita para el sábado 25 de junio, a las dos y media. Al manifestarme su conformidad, Léautaud me había enviado una lista de los manuscritos que aceptaría poner en venta si la operación de compra del Diario no se cerraba.

                Yo estaba convencida de que no se cerraría. El Comité mundano que, contra mi parecer, había ofrecido la presidencia a Jean Giraudoux, autor de mucho éxito, hombre de mundo, brillante diplomático, en vez de ofrecérsela a Paul Valéry, que había tenido amistad y mucho trato con Doucet de joven, y a quien había visitado asiduamente, hubiera concedido quizá la totalidad del dinero disponible a un autor de éxito antes que dedicársela a la obra de un escritor cuyo nombre era desconocido para ellos, al igual que su seudónimo de Maurice Boissart, pese a su celebridad, ya que ninguno había leído el Mercure de France, ni  sabía siquiera que existiese. Pese a todo, yo esperaba contra toda esperanza, y no me faltaba razón para llevar mi proyecto con tenacidad a buen término. Acompañando a las tres Doucettes –que con tal nombre se les conocía en Sainte Geneviève- altas, de buena sociedad, vestidas por los más célebres modistos del momento, abrigaba la esperanza de que la indigencia de Léautaud, que no podía pasárseles por alto en modo alguno, provocaría en ellas un gesto de generosidad incrementando la insuficiente asignación inicial. Para ellas suponía privarse de un vestido, de dos o tres sombreros, de algún capricho. Yo, si en mi mano hubiera estado, lo habría hecho de todo corazón.

                Salimos en dos equipos. Yo, en el coche de Jeanne Walter, Rosa Adler en el de Yolanda Friedmann. Nos perdimos varias veces a pesar del muy detallado plano que Léautaud me hizo llegar. Casi eran ya las tres cuando encontré la calle Guérard. Al no ser transitable en coche, les dije que me esperasen en la calle Du Plessis-Piquet (hoy calle Boris Vildé) y me adelanté al grupo subiendo sola la cuestecilla que me conduciría hasta el Solitario.

                La tal calle Guérard era realmente una callejuela bordeada de verjas ahogadas por la yedra que aislaba por completo las casas y la calle. Una vez arriba, oí la voz teatral de Boissard diciendo con guasa: "¡Llegamos con adelanto!" Al darme la vuelta, ví a Léautaud agarrado a la verja de su casa con las dos manos, como un chimpancé. Sólo sobresalía la cabeza por encima del seto de yedra. Ya habíamos llegado. Regresé a buscar a las Doucettes. Mientras tanto Léautaud abría de par en par las puertas de la verja para darnos la bienvenida como es debido. Actuaba con los ademanes desusados, con la gracia rancia aprendida antaño en la Comedia Francesa, cuando asistía junto a su padre, en el cubículo del apuntador, a las representaciones de obras de teatro de Dumas hijo o de Emilio Augier.

                Aquello no era un jardín, era una verdadera selva virgen. El sendero entre la verja y la casa, apenas visible entre el ramaje, bastaba apenas por su estrechez para dejarnos avanzar en fila india. Los arbustos, sin podar, nos hacían agachar, los elegantes vestidos de Patou o de Lanvin se prendían en las zarzas para disgusto de las visitantes. Ya ante la puerta de la casa, Léautaud nervioso propuso "¿Quieren visitar el jardín?" como si fuese el parque de un castillo de abolengo. Aceptamos en el acto. Y bordeando el edificio penetramos en los matorrales.

                En la parte opuesta a la calle, por delante de las ventanas de la planta baja, había una terracita pavimentada como para provocar esguinces. "No tengo sillas", digo Léautaud de manera casi inaudible, intimidado por la elegancia, la soltura, la amabilidad –al menos aparente- de las visitantes. "No importa, dijo de buen humor Jeanne Walter, daremos un paseo." ¿Se puede pasear por la selva virgen? A todo esto hay que añadir, en cada esquina, la presencia de algunos perros y muchos gatos, dos o tres muy vistosos, el resto pelados, sarnosos, astrosos, tendidos algunos por el suelo como si fueran a agonizar.

                Después de extasiarnos ante la tranquilidad y el aire puro en tal soledad, llegó el momento de discutir del Diario. "¿Podríamos ver los manuscritos ?" me atreví a preguntar. "Claro –dijo Léautaud, con un hilo de voz aun más tenue, pero en el interior." Y entramos tras él.

                Yo ya me hacía idea que la casa de Léautaud no era lujosa ni siquiera confortable, pero dificilmente habría podido imaginarme tal estado de indigencia. Me parecía penetrar en una de aquellas miserables chabolas a las que iba acompañando a mi madre, Dama de la Caridad, cuando me llevaba con ella. En las paredes, tiras de papel descolorido dejaban ver escayola cuarteada. La madera estaba recubierta de una pintura desescamada de color indefinible. Las puertas cerraban mal, o no cerraban. Todas las ventanas tenían los marcos clavados para que no se cayesen. El suelo, sin polvo, la verdad sea dicha, como si acabaran de pasarle la garlopa y, dominándolo todo, un penetrante tufo a pis de gato.

                Subí detrás de nuestro guía sin atreverme demasiado a mirar a mis compañeras de visita. Todos los gatos y perros nos seguían. A cada paso que dábamos, más fuerte se hacía el olor felino. En el rellano del único piso, Léautaud nos franqueó una puerta, inmediatamente después, otra que daba acceso a un cuarto que daba al jardín. Nos rogó que pasáramos. El olor a gato era tan sofocante que las tres Doucettes sacaron pitilleras de metal precioso y se pusieron a fumar con decisión.

                Era un cuarto multiusos. Encima de una mesa de madera que un día debió ser blanca había un hornillo sobre el que se apilaban dos cazuelas abolladas y una bandeja esmaltada salpicada de remaches. Contra la pared exterior, otra mesa más grande, ésta de roble, y encima una lámpara Pigeon, un tintero,  papeles cubiertos de la fina escritura del amo de la casa, pero tapados con hojas de periódico abiertas para evitar los arañazos de los gatos. Coronándolo todo, algunas plumas de oca medio calvas. En medio de la habitación había cuatro asientos distintos alrededor de un paquete de gran tamaño envuelto con periódicos viejos. Mal envuelto, mal atado: el manuscrito del Diario.

                Las Doucettes no daban crédito a sus ojos. Tomaron asiento con cautela porque los vestidos de Patou y de Lanvin corrían cada vez más peligro. Como yo alargara la mano para abrir el paquete, Léautaud afirmó con voz brusca y crispada: "Bueno, yo no hago aquí nada. Me voy." Y salió, melancólico, dolido, seguido de su séquito habitual de perros y gatos.

                Extraje del paquete unos legajos ennegrecidos por la célebre escritura y se los pasé a las visitantes. La escritura era tan diminuta y extendida que no podían leer nada, pero Jeanne Walter se concentraba en una hoja. Para evitar que descifrase alguna barbaridad, le dije en voz baja, pero con toda claridad: "Yo miro, pero no leo." Inmediatamente me devolvió los papeles y levantó la sesión arguyendo que una adquisición de tal importancia no podía discutirse tan precipitadamente. Bajamos de nuevo al jardín y encontramos a Léautaud sentado en un viejo tronco. Estaba pensativo, triste, indiferente. Al volver al aire libre se apagaron los cigarros. Jeanne Wlater dijo muy educadamente a Léautaud alguna fórmula cortés y evasiva. Él respondió regalándole, según la más auténtica tradición, unas rosas salvajes que provocaron la admiración de las Doucettes, que veían en ellas una posibilidad de entendimiento menos espinosa que la del Diario. Jeanne Walter aceptó llevar a Léautaud a comprar provisiones para su zoológico en el coche conmigo. Yo le notaba en un tal desamparo y desolación que, al llegar a la Puerta de Orléans, nos bajamos del coche dejando a Jeanne Walter y le invité a subir a mi piso. Mientras tanto, las Doucettes, para olvidar la miseria que acababan de contemplar, para desprenderse de las tremendas visiones, del espantoso olor, se fueron a Pons a tomar suculentos helados y a deleitarse con sorbetes de los más raros sabores.

                Una vez que estuvimos solos, el Solitario volvió a ser el de siempre y la tormenta descargó sobre mí: "Esto no tenía ni pies ni cabeza. Ya podía habérsete ocurrido algo mejor que traer a mi casa a esas damiselas que no han leído ni una sola línea de mis escritos." ¡Y tenía razón! "Así no hay manera de justipreciar un manuscrito" Más razón todavía. "No quiero saber nada. Quiero que me dejen en paz."

                Intenté ser conciliadora. Léautaud solo respondió un gruñido. Para levantarle la moral, le invité a una taza de café. Poco a poco recobró su seguridad de siempre. A medida que recuperaba su estado de ánimo, volvían los quejidos, los sarcasmos, las chanzas. "¡Qué agradable recibir a esas tres damas que no conocía! Solo tenía tres sillas y érais cuatro, así que pedí una a la vecina.- Para mí no hacía falta, yo de pie, que para eso estaba haciendo los honores con el Diario.- Menuda papeleta, cada vez que pienso que tuve que levantarme a las seis de la mañana para hacer limpieza a fondo… -¿Limpieza a fondo? – Claro, barrí la casa, limpié los caminos del jardín… Y todo eso me fastidia una barbaridad!"

                ¡A saber qué hubiera sucedido si no llega a hacer limpieza a fondo!